#Perú

Por Constanza Mazzina
Doctora en Ciencia Política,
con un postdoctorado en el
Instituto Barcelona de Estudios
Internacionales (IBEI). Docente de
posgrado en la UBA, UB y USAL.

 

El maestro rural “Pedro Castillo” llega al gobierno de Perú en un contexto de fuerte inestabilidad política y desprestigio de la dirigencia tradicional. Las claves de un sistema político frágil, que hace mella en la gobernabilidad del país, a tono con lo que ocurre en otros países de la Región.

Después de un proceso electoral eterno y desgastante, Pedro Castillo fue finalmente proclamado presidente del Perú, cargo que asumió el pasado 28 de julio. El candidato de Perú Libre aventajó a su rival Keiko Fujimori por apenas 44.058 votos, entre más de 17,6 millones de sufragios emitidos válidos. Según el escrutinio final de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), Castillo se impuso con el 50,125% contra el 49,875% de la candidata de Fuerza Popular. La elección estuvo marcada por la extrema polarización y la fragmentación. Como muchas democracias de la zona, más allá de la crisis económica y social que ha profundizado la pandemia, Perú muestra una crisis política que evidencia varias aristas.

 

GOBIERNOS DÉBILES E INSTITUCIONES FRÁGILES

 

¿Cuándo empezó la crisis política peruana? El 21 de noviembre de 2000, el Congreso destituyó al entonces presidente, Alberto Fujimori tras diez años en el poder, argumentando “incapacidad moral permanente”. Esto ocurría un día después de que el entonces mandatario renunciara vía fax desde Japón. En abril de 2009, Fujimori fue condenado a 25 años de prisión por corrupción y por las violaciones de derechos humanos ocurridas durante su gobierno.

Sus sucesores, Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, tuvieron presidencias débiles, y sus nombres también quedaron atados a sospechas de corrupción. En abril de 2019, Alan García se suicidaba cuando la Policía se disponía a arrestarlo por la causa de los pagos ilegales a la constructora Odebrecht. En mayo de ese mismo año, Humala y su esposa, Nadine Heredia, enfrentaban formalmente cargos por supuesto lavado de dinero en el marco de ese mismo escándalo. Por su parte, Toledo fue arrestado en julio de 2019 en EE. UU. bajo acusaciones de haber recibido pagos millonarios y enfrentó un pedido de extradición solicitado por la justicia peruana.

“Como muchas democracias de la Región, más allá de la crisis económica y social que ha profundizado la pandemia, Perú vive una crisis política y de representatividad de su clase dirigente”

El último período de gobierno, iniciado en julio de 2016, fue muy traumático. En marzo de 2018, horas antes de una segunda votación en el Congreso para el tratamiento de su destitución, Pedro Pablo Kuczynski renunciaba. Fue reemplazado por su primer vicepresidente, Martín Vizcarra. En octubre de 2019, la líder opositora Keiko Fujimori fue enviada a prisión preventiva mientras avanzaba la investigación por el caso Odebrecht. Fue excarcelada dos meses después, pero fue devuelta a prisión en enero de 2020. El 30 de septiembre de 2019, Vizcarra disolvió el Congreso. En noviembre de 2020, el nuevo Congreso, conformado a partir de las elecciones legislativas de febrero de ese año, votó suspender a Vizcarra por “incapacidad moral”. Su sucesor, Manuel Merino, duraría cinco días en el cargo, y Francisco Sagasti completaría el período iniciado cuatro años antes por Kuczynski. Esta larga introducción pone de relieve la supervivencia de la democracia, en un contexto de enorme inestabilidad presidencial y corrupción estructural.

Respecto del poder legislativo, Perú tiene un Congreso unicameral compuesto por 130 miembros. Esta asamblea cuenta con un instrumento que limita el accionar presidencial y que, en un contexto de ausencia de mayorías, es sumamente relevante: la figura de “vacancia por incapacidad moral del Presidente”. La vacancia data de la Constitución de 1839 y se ratificó en las siguientes Cartas Magnas, incluyendo la de 1993. Según el artículo 89-A del Reglamento del Congreso, el pedido de vacancia se formula mediante moción de orden del día, firmada por no menos del 20% del número legal de congresistas; es decir, no menos de 26 firmas. Para admitir el pedido de vacancia, se requiere el voto de por lo menos el 40% de los congresistas (52 legisladores) y recién se necesita una mayoría calificada a la hora de definir el estado de vacancia. En esta última instancia, la votación calificada debe reunir a no menos de los dos tercios del número total de miembros del Congreso (87 parlamentarios). Es decir, el 20% de los congresistas pueden pedir una moción de vacancia, el 40% puede admitirlo y el 66 (87 de 130 legisladores) puede aprobarlo. A diferencia del juicio político, no se juzga al presidente, sino que solo se pone en entredicho su capacidad para el ejercicio de la función. Hoy, por ejemplo, Pedro Castillo tiene el apoyo del 28% del Congreso–37 diputados sobre 130–, lo que significa que no cuenta con los votos necesarios para evitar que el Congreso declare su eventual vacancia en el futuro.

 

En un país con una fuerte fragmentación de los partidos, el Congreso se convirtió en el árbitro de las crisis políticas.

 

Con un Legislativo muy fragmentado, los congresistas cuentan con otra herramienta: la moción de censura. De acuerdo al artículo 86 del mismo Reglamento, la moción de censura puede ser planteada luego de la interpelación de los ministros, de la concurrencia de ellos para informar al pleno, o bien, en caso de resistencia, para acudir al hemiciclo o luego del debate en que intervenga el ministro por su propia voluntad. La deben presentar no menos del 25% del número legal de congresistas. Su aprobación requiere del voto de más de la mitad del número legal de miembros del Congreso. En caso de resultar favorable, el Consejo de Ministros o los ministros censurados deben renunciar y el Presidente de la República debe aceptar la dimisión dentro de las 72 horas siguientes. La censura no es un llamado de atención ni una advertencia, sino que es una exigencia de renuncia. Se comprueba, aquí, que las reglas generan incentivos en las conductas. Y el resultado en estos años ha sido una fuerte inestabilidad presidencial de la mano de un Congreso fortalecido por el uso de estos instrumentos.

 

CRISIS DE REPRESENTACIÓN Y GRIETAS POLÍTICA

 

Como corolario, llegamos a la crisis de representación. El último informe de Latinobarómetro mostraba, en 2018, que solo el 8% de los peruanos consultados confiaba en el Parlamento, siendo el porcentaje más bajo en toda la Región, incluso por debajo de El Salvador y Brasil. La confianza en el gobierno alcanzaba apenas los 13 puntos en Perú, frente a los 10 en El Salvador y los 7 en Brasil. Estos datos son interesantes, si recordamos que en Brasil y El Salvador gobiernan Jair Bolsonaro y Nayib Bukele. Ambos expresaron, en las últimas elecciones presidenciales, el hartazgo ciudadano con la clase política tradicional. Como señalaba el informe de Latinobarómetro, “los ciudadanos califican sus democracias con grandes o pequeños problemas, sin dejar de transparentar las crisis que sufren las democracias latinoamericanas, que claramente no son declaradas como tales”. Estos datos dan cuenta de la crítica masiva de los ciudadanos de la región a sus democracias, que no parece estar presente en la agenda informativa de los países ni en el discurso de los líderes de la región.

Visto desde esta perspectiva, la “sorpresa” de la elección en Brasil no sería tal, puesto que un 65% de los ciudadanos señalaban que la democracia tenía problemas y un 17% opinaba directamente que no había democracia. La crítica a la democracia tuvo consecuencias electorales directamente consistente con esas opiniones. Lo mismo podríamos decir del caso de Perú, donde ya en 2018 el 51% de los consultados señalaba que la democracia tenía grandes problemas. La ciudadanía convirtió su voto, en esta última elección en un castigo a la clase política. Eso explicaría también las 18 candidaturas presentadas y el reparto de los votos en la primera vuelta, donde ninguna superó el 20% de los sufragios. Finalmente, las grietas. Por lo menos, dos son las características predominantes en la Región; en primer lugar, la fragmentación ideológica y, en segundo término, su polarización política. Se trata de una grieta que, basada en tres líneas de fractura, que tiene manifestación en algunos casos de manera superpuesta: ideológica (izquierda/derecha, populismo/republicanismo), productiva (sectores competitivos/sectores no competitivos, economía formal/economía informal) y territorial (centros/periferias). Este último clivaje territorial se verificó en las elecciones tanto en Ecuador como en Perú. En Ecuador, la costa votó por Arauz y la sierra por Lasso; en tanto que en Perú las regiones rurales y el sur andino votaron por Castillo, mientras Lima y la costa norte se inclinaron por los candidatos de derecha (Hernando de Soto y Keiko Fujimori). En este caso, la grieta territorial se manifiesta entre la costa blanca y la sierra india o entre el Norte moderno y el Sur arcaico. Un fenómeno similar se observó en las elecciones en la Argentina, donde la región centro votó por el candidato de Juntos por el Cambio mientras el norte y el sur por Alberto Fernández. A estas líneas de fractura podemos agregar una que es consecuencia de estas concepciones dicotómicas: la inserción internacional. Para algunos, la globalización y una relación estrecha con EE. UU. constituyen una oportunidad. Para otros, la oportunidad la brindan China, Rusia o la Región.

Todo esto, con el telón de fondo de la corrupción: como indica el diario español El País, “los ingredientes de ese cóctel de inestabilidad y polarización siempre han tenido un común denominador: las acusaciones de corrupción”. Después de Brasil, Perú es el país que más ha avanzado en las investigaciones por corrupción del caso Odebrecht. Sin embargo, cuatro años después de que se abrieran las investigaciones, los 46 casos abiertos no han arrojado resultados, y los cuatro expresidentes comprometidos están acusados, pero no han sido condenados. No solo el presidente electo, sino toda la dirigencia política de todos los partidos peruanos tienen por delante el desafío de recuperar la confianza de la ciudadanía en la democracia y trabajar en la solución de los problemas políticos que el país requiere. Siguiendo un término utilizado por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, esperemos que “los guardianes de la democracia” estén a la altura de las circunstancias.