En esta serie de artículos hemos visto qué entendemos por desinformación, cómo se difunde a través de las redes sociales, y también nos hemos acercado a la psicología que la sustenta, en particular a los sesgos cognitivos que nos hacen más propensos a aceptar información sin cuestionarla. Ahora bien, la desinformación no es un fenómeno inofensivo, tiene consecuencias negativas que se manifiestan en distintos niveles. Afecta las decisiones cotidianas que tomamos como individuos, la forma en que nos relacionamos con otros, la estabilidad de los sistemas democráticos, e incluso la seguridad internacional. La multiplicidad y variedad de consecuencias que tiene la desinformación es lo que la convierte en uno de los desafíos más urgentes de nuestro tiempo.

A nivel individual, la desinformación nos afecta constantemente, pero en contextos de incertidumbre se ve con mayor claridad su impacto, como ocurrió durante la pandemia de COVID-19. La circulación de rumores y teorías falsas aumentó la ansiedad y el miedo en la población. Un estudio publicado en JMIR Public Health and Surveillance demostró que la exposición a información engañosa sobre el virus incrementó en un 80% la probabilidad de presentar síntomas de ansiedad. Lo mismo ocurre en cualquier contexto de crisis, donde los rumores y las noticias falsas alimentan el miedo, generan alarma innecesaria y dificultan la posibilidad de mantener la calma para poder actuar adecuadamente.

Por otro lado, la desinformación puede llevarnos a tomar decisiones erróneas, que en algunos casos, pueden poner en peligro nuestra vida. Continuando con el ejemplo de la pandemia de COVID-19, la infodemia declarada por la OMS impulsó a muchas personas a adoptar “tratamientos mágicos” sin base científica, como el consumo de dióxido de cloro, que no solo resultaban ineficaces, sino que llegaron a provocar daños graves en la población. Este tipo de situaciones muestran cómo la desinformación, lejos de ser un fenómeno abstracto, impacta directamente en el bienestar y en la capacidad de decidir de manera informada y segura.

Tras ver cómo la desinformación impacta en la vida diaria de las personas, el siguiente paso es analizar sus consecuencias a nivel social. Aquí el problema deja de ser individual para convertirse en colectivo, la desinformación ya no afecta únicamente nuestras decisiones personales, sino que altera la forma en que nos relacionamos con los demás.

La desinformación actúa como un motor de polarización porque rompe la base común de hechos que sostiene la convivencia. Frente a tanta información contradictoria, las personas suelen aferrarse a aquello que confirma lo que ya creen, lo que refuerza las cámaras de eco y agranda la distancia entre distintos grupos sociales. Así, las diferencias de opinión dejan de verse como parte normal del debate democrático y pasan a sentirse como una amenaza a la identidad o al modo de vida. El resultado es una sociedad más dividida y con menos capacidad de diálogo.

Un ejemplo claro es el debate sobre la migración. Narrativas falsas que circulan en redes y medios han presentado a los migrantes como responsables del aumento de la delincuencia o de la pérdida de empleos locales. Aunque carezcan de evidencia, estas versiones se instalan con fuerza en la opinión pública y profundizan la brecha entre quienes perciben la migración como una amenaza y quienes la entienden como un derecho humano. La migración es, sin duda, un fenómeno complejo que plantea desafíos sociales y de seguridad, pero abordarlo desde la desinformación solo alimenta procesos de hostilidad y violencia. En lugar de facilitar soluciones, las narrativas falsas bloquean el debate democrático y dificultan la construcción de políticas efectivas y consensuadas.

La desinformación también debilita la confianza en las instituciones. Cuando circulan mensajes falsos o contradictorios de manera constante, las personas empiezan a poner en duda cualquier fuente, incluso aquellas que antes eran consideradas confiables. Esto genera un terreno fértil para el escepticismo, y la consecuencia es una ciudadanía más desconfiada y, por lo tanto, más vulnerable a nuevas campañas de desinformación.

Un ejemplo claro de este fenómeno se observa en el debate sobre el cambio climático. Durante años, distintas campañas de desinformación financiadas por grupos de interés han buscado desacreditar el consenso científico, instalando dudas sobre la validez de los datos y sobre la credibilidad de organismos internacionales y expertos. El efecto trasciende el ámbito ambiental: al minar la confianza en la ciencia y en quienes la comunican, se dificulta la posibilidad de alcanzar acuerdos sociales y políticos para actuar frente a problemas globales. En este sentido, la desinformación no sólo confunde, sino que socava el vínculo de confianza básico entre la ciudadanía y las instituciones.

En conclusión, la desinformación impacta tanto en lo individual como en lo social, generando ansiedad, malas decisiones, polarización y pérdida de confianza. Estos efectos muestran que no estamos frente a un fenómeno menor, sino ante un problema que debilita la vida cotidiana y la convivencia democrática. En la segunda parte de esta serie avanzaremos sobre otra dimensión igual de preocupante: las consecuencias políticas, económicas e internacionales de la desinformación, y cómo éstas ponen en riesgo la estabilidad de los sistemas democráticos y el orden global.

 


 

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