En esta segunda parte abordamos el impacto de la desinformación desde una perspectiva más macro, para analizar de qué manera sus efectos trascienden la vida cotidiana y se proyectan sobre la esfera política. Si en la primera entrega vimos cómo distorsiona nuestras percepciones y relaciones sociales, ahora nos centramos en su impacto sobre las instituciones, los procesos electorales, y la propia calidad democrática.

Cuando la desinformación opera en este nivel se vuelve especialmente peligrosa porque debilita la confianza ciudadana y abre el espacio para la influencia de actores autoritarios. No es casual que el peor enemigo de cualquier régimen autoritario sea la información. Para mantenerse en el poder, estos gobiernos no solo recurren a la fuerza militar, sino que también necesitan controlar el flujo informativo y reemplazarlo por una narrativa construida a medida, capaz de sostener una realidad paralela que legitime su autoridad. Por eso, una de sus primeras medidas suele ser censurar a la prensa independiente y monopolizar los medios de comunicación, silenciando así cualquier voz crítica y opositora al régimen.

A diferencia de los regímenes autoritarios, las democracias necesitan de la información para funcionar, de hecho, podríamos afirmar que no puede haber democracia sin información confiable y accesible. Un sistema democrático requiere de una ciudadanía informada, capaz de evaluar a los candidatos y sus propuestas sobre la base de datos verificables. Cuando esa base se contamina, los procesos electorales pierden transparencia y los ciudadanos pierden la capacidad de tomar decisiones libres y racionales.

La desinformación durante campañas electorales no es un fenómeno nuevo, pero en los últimos años ha adquirido una escala sin precedentes debido al uso de redes sociales, bots, microsegmentación y recolección masiva de datos. Esto permite que narrativas falsas, teorías conspirativas o contenidos manipulados se difundan de forma dirigida, haciéndolos muy eficaces.

El ejemplo más emblemático es el caso de Cambridge Analytica en 2016, cuando la empresa obtuvo sin consentimiento los datos de decenas de millones de usuarios de Facebook para utilizarlos en operaciones de propaganda política altamente segmentadas. Entre sus estrategias se encontraba la campaña “Defeat Crooked Hillary”, diseñada para desacreditar y difamar a la candidata Hillary Clinton a través de mensajes personalizados, adaptados a las vulnerabilidades e intereses de distintos grupos de votantes. Este caso mostró por primera vez, a gran escala, cómo la manipulación informativa basada en datos puede distorsionar la opinión pública, alterar dinámicas electorales y socavar la integridad del proceso democrático.

Por otro lado, además de la desinformación destinada a desacreditar a los candidatos, en los últimos años hemos visto un aumento significativo de narrativas falsas dirigidas contra el propio proceso electoral y las instituciones encargadas de garantizarlo. Esta modalidad es especialmente grave, porque apunta directamente a la base del sistema democrático: la confianza en las reglas del juego.

Los ejemplos recientes son numerosos. En Taiwán, durante las elecciones presidenciales de enero de 2024, circuló un video manipulado que mostraba a una funcionaria supuestamente introduciendo un voto en la pila incorrecta durante el recuento, insinuando fraude donde no lo había. En Estados Unidos, en las elecciones de noviembre de 2024, Donald Trump denunció en la plataforma “Truth Social” un supuesto fraude masivo en Pensilvania sin aportar evidencia, reactivando narrativas que ya habían sido desmentidas en ciclos anteriores. En Venezuela, tras las elecciones de julio de 2024, Nicolás Maduro y su equipo denunciaron un presunto ataque cibernético destinado a provocar un apagón informativo y facilitar un golpe de Estado, un relato que buscó justificar irregularidades y reforzar la narrativa oficialista.

Estos casos, entre muchos otros, muestran cómo la desinformación se dirige cada vez más a menoscabar la credibilidad del proceso electoral, sembrar dudas entre la ciudadanía y erosionar la confianza en las instituciones democráticas. Cuando la población deja de creer en la integridad de las elecciones, disminuye su participación y aumenta el escepticismo hacia cualquier resultado. Y sin participación, sin confianza y sin reglas compartidas, la democracia pierde su capacidad de sostenerse.

En el artículo anterior mencionamos que una de las consecuencias más importantes de la desinformación es la polarización social. Esta dinámica se intensifica aún más en el ámbito político, donde la desinformación, los sesgos cognitivos y las cámaras de eco han contribuido a una polarización extrema que dificulta la convivencia democrática. Países como Estados Unidos ilustran bien este fenómeno: una ciudadanía profundamente dividida, donde cada sector habita su propio ecosistema informativo y donde muchos hablan ya de una “era de la posverdad”, en la que la verdad, basada en evidencia, pierde relevancia frente a las narrativas identitarias.

Esta polarización radical no sólo fragmenta a la sociedad, sino que bloquea la posibilidad misma del debate. La democracia nació en la polis griega, en ese espacio donde los ciudadanos deliberaban, escuchaban diferentes puntos de vista y buscaban acuerdos para ordenar la vida común. Su esencia es la discusión informada, la confrontación respetuosa de ideas y la capacidad de construir soluciones colectivas. Sin embargo, nuestras sociedades contemporáneas se alejan cada vez más de ese ideal. En un ambiente saturado de desinformación, donde la identidad pesa más que los hechos y donde el adversario político se percibe como enemigo, se vuelve mucho más difícil sostener el diálogo o buscar consensos.

La política es, sin duda, uno de los ámbitos más afectados por la desinformación. Como vimos, cuando no se la combate se abre el camino para el avance de proyectos autoritarios que se nutren de la confusión, la desconfianza y la manipulación informativa. Pero la desinformación no siempre se origina dentro del país donde circula, con frecuencia, actores extranjeros impulsan campañas diseñadas para influir en la opinión pública y avanzar objetivos estratégicos propios.

En el próximo artículo abordaremos la dimensión internacional de la desinformación, analizando cómo distintos Estados utilizan estas tácticas para proyectar poder y moldear el orden global.

 


 

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