Vivimos en una época en la que la información circula a una velocidad abrumadora. Redes sociales, aplicaciones de mensajería instantánea, medios digitales y todo tipo de plataformas nos bombardean a cada instante con datos, imágenes, videos y noticias. Y en medio de ese mar de información, cada vez escuchamos con mayor frecuencia palabras como fake news, noticias falsas o desinformación. Son términos que, a simple vista, parecen definirse por sí mismos, pero que en realidad forman parte de un fenómeno mucho más complejo, que atraviesa no solo a los medios de comunicación sino a toda la sociedad: los desórdenes informativos. Comprenderlos con claridad no es solo una cuestión académica; es una herramienta imprescindible para navegar el ecosistema informativo actual, protegernos y tomar decisiones responsables.

Para ordenar y clasificar este fenómeno, la organización estadounidense First Draft propuso una tipología muy útil, que permite distinguir tres tipos de desórdenes informativos según su naturaleza y, sobre todo, según la intención con la que se produce y se difunde cada contenido. Entender esa intención es clave, porque no todo lo falso circula para engañar y no todo lo que es verdadero se comparte con buena fe.

El primero de estos casos es el que se conoce como misinformation o misinformación. Este ocurre cuando se comparte un contenido falso, pero sin que haya una intención deliberada de engañar a otra persona. Es, en esencia, un error. Un ejemplo clásico podría ser el de un periodista que, mientras trabaja en un artículo sobre un determinado tema, consulta con una fuente que le proporciona un dato equivocado o directamente falso. El artículo se publica y aunque contiene información incorrecta, no hubo mala fe: la intención del periodista es siempre informar, no manipular. Lo mismo sucede cuando una persona comparte una cadena de WhatsApp creyendo que está alertando a su familia o amigos sobre un peligro inexistente. La información es falsa, pero quien la difunde lo hace de buena fe, convencido de estar ayudando.

En el otro extremo se encuentra la malinformation o malinformación. A diferencia de la anterior, aquí el contenido que se difunde es verdadero y auténtico, pero se comparte con el propósito explícito de causarle un daño a alguien. Es el caso, por ejemplo, de un programa de espectáculos que decide publicar una foto privada de una celebridad en una situación vergonzosa o comprometedora. La imagen es real, pero su divulgación no responde al deseo de exponer y perjudicar a esa persona. En estos casos, el daño no surge de una mentira, sino de la instrumentalización maliciosa de una verdad.

Entre estos dos polos se ubica la disinformation, o desinformación, tal vez la más preocupante de las tres. En este caso, hablamos de la creación y difusión de un contenido deliberadamente falso, con la intención clara de engañar, manipular o perjudicar a alguien. No es un error; es una estrategia. Desde noticias falsas diseñadas para influir en elecciones hasta campañas de desprestigio en redes sociales, la desinformación se construye a propósito y suele estar articulada por actores organizados, ya sean políticos, grupos de presión o cuentas anónimas que buscan instalar narrativas falsas para obtener beneficios o desestabilizar a otros.

Ahora bien, que destaquemos la gravedad de la desinformación no significa que los otros dos desórdenes informativos sean inofensivos o poco importantes. Los tres son problemáticos, cada uno a su manera, y sus consecuencias pueden ser igualmente graves. Vivimos rodeados de información, pero también de ruido, de mensajes manipulados, de errores que se viralizan y de verdades usadas con malicia. Conocer cómo operan estos desórdenes informativos es el primer paso para dejar de ser simples receptores y convertirnos en ciudadanos críticos y responsables frente al enorme desafío de comunicarnos en la era digital.

 

Imagen de First Draft, “Understanding Information Disorder”, https://firstdraftnews.org/long-form-article/understanding-information-disorder/


 

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