Por Pedro Isern
Profesor en la Universidad ORT Uruguay,
Director Ejecutivo de CESCOS

 

La dependencia de varios países de Europa del suministro de gas ruso tiene una dimensión económica y una dimensión ética. Por un lado, la dimensión económica obviamente refleja una ecuación costo-beneficio donde los agentes económicos buscan maximizar su ingreso en una coyuntura delicada, como es la profunda crisis que atraviesan los principales países de la Unión. Por otro lado, los países de Europa no pueden ya desentenderse de la directa relación que ha habido y hay entre los precios de las materias primas y la consolidación de procesos autoritarios que abusan del poder y violan derechos civiles y políticos.

Básicamente, ¿cómo sintetizar o exponer el problema? El problema consiste en la clásica relación de una democracia (en este caso, un conjunto de democracias de alta calidad institucional como es la Unión Europea) con una dictadura o, en este caso, un proceso autoritario como la Rusia gobernada desde el 2000 por Vladimir Putin (con un intervalo de su subordinado, Dmitry Medveded, entre 2008-2012). La democracia expresa un sistema donde los gobernados demandan respeto de sus derechos civiles y, en segundo lugar, demandan eficientes políticas económicas. En ese ámbito, los gobernados se enfrentan, en nuestro ejemplo, a dos opciones: importar gas a un precio caro de otra democracia donde se respetan los derechos humanos o importar gas barato de una dictadura o proceso autoritario (como Rusia) donde se violan derechos humanos básicos como la libertad de expresión y la participación política.

La sociedad civil europea ha consolidado esta peligrosa relación con el proceso autoritario ruso: por un lado, es una sociedad celosa del estado de los derechos humanos dentro de sus respectivas comunidades pero, o precisamente por ello, considera más importante importar gas barato que cuestionar el estado de las libertades dentro de Rusia.

Es necesario intentar cuantificar la dimensión ética del problema: supongamos que el gas caro importado desde una democracia tuviera un precio de 100 y el gas barato importado desde Rusia costara 80. Podemos pensar que el precio de la indiferencia en relación al grado de represión realizada por Putin dentro de Rusia es 20. Es decir, a cambio de un ahorro de 20 unidades, una parte relevante de la sociedad europea ha estado dispuesta a tolerar conductas que serían intolerables si sucedieran dentro de algún país de la propia Unión.

El punto de este artículo es remarcar la necesidad de pensar el argumento opuesto: en lugar de cuantificar el ahorro para tolerar la indecencia, es necesario cuantificar el costo de no tolerarla. Europa (y las democracias) debe dejar de ver cuánto ahorra tolerando violaciones a los Derechos Humanos y tiene que comenzar a exponer cruda y claramente a su sociedad civil el costo de denunciar esas violaciones. En el ejemplo que hemos mencionado, Europa debiese enorgullecerse de pagar 20 unidades más por defender determinados valores, exclamando: “Si, efectivamente, pagamos un precio mayor de gas porque asumimos que tiene un costo no tolerar, admitir o ser cómplice de determinadas violaciones a las libertades”.

Obviamente, es fácil decirlo en una columna de opinión y es políticamente muy difícil explicitarlo como funcionario o candidato en países que sufren hace un tiempo (5 años) una crisis económica cuya real dimensión y consecuencias todavía desconocemos. Pero incluso podemos pensar que la crisis es una buena oportunidad para cuestionar esa parte del complejo proceso de relacionamiento de la Unión Europea con el capitalismo autoritario que se ha consolidado en Rusia en la última década.

La pregunta que debemos formular es: ¿Cuánto encarece nuestra vida la negativa a asociarnos a regímenes que violan derechos? En cambio, la pregunta que hasta ahora nos hemos formulado es ¿cuánto abarata nuestra vida asociarnos a regímenes autoritarios y desinteresarnos de las amenazas que esos regímenes pueden llevar a cabo, precisamente, porque obtienen recursos por comerciar con nosotros? Otra manera de formularnos la pregunta sería: ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar de más el gas para que Putin no viole (o incluso, para que viole menos) derechos de los ciudadanos rusos? Más aún: ¿estamos dispuestos a pagar algo para ello? Sí, no es posible que no estemos dispuestos a pagar nada. Por cierto, es comprensible que nuestra disposición no sea ilimitada. Obviamente, hay un límite monetario a la generosidad de las personas y las sociedades pero ese límite debe ser mayor (bastante mayor) a cero.

 

*Artículo escrito para: Revista Letras Internacionales, Universidad ORT Uruguay.